I
II
III
IV
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Pensé en la ausencia y en cómo retratarla. No hay forma, me dije, que no sea retratando el vacío y qué tan simple y ridículo sería. Una silla vacía, el espacio insecable entre el segundo cuarteto y el primer terceto. 
[Ella hubiera estado en cada una de mis fotos como la estrella bajo lo que todo gravita].
Vi a un chico rubio y esbelto caminar con una Leica entre las manos. Disparaba como si con la cámara matara criaturas de otro mundo. En un momento fue tras un viejo encorvado que pasaba la calle, le puso la cámara bajo las narices y lo siguió dos, tres pasos más disparando automáticamente. El viejo si acaso lo espantó con el gesto con el que se espanta una mosca que viciosa se posa una y otra vez en el cuerpo pegajoso de la tarde. Y el chico, como la mosca viciosa, siguió disparando a diestra y siniestra ahora a dos chicas que venían hacia él, hacia nosotros, antes de internarse en lo que parecía la madriguera del conejo. 
Esta ciudad, pensé, no sólo no le importa ser fotografiada, sino que pide serlo; es, al fin y al cabo, una gran fotografía que se actualiza a cada segundo y de la vemos sólo pixel a pixel. Entonces comencé a fotografiar a la gente que me cruzaba en la calle para llenar el vacío que era ella. Pero más que gente, dedos que recordaba tocando la pulpa madura, era luz lo que buscaba. Tanto que el ojo comenzó a dolerme de tanto que el sol pasaba por el lente amenazando con quemarlo. Un intento por apagar la oscuridad en la que había estado por meses. Pero la oscuridad no se apaga. Es la luz la que se apaga en un universo que es oscuridad misma. 

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